El presidente de Brasil, Michel Temer, está dispuesto a sacrificar millones de hectáreas de selva persiguiendo un proyecto inútil del siglo XVI: una fortuna de oro en la Amazonía.
En agosto, Temer firmó un decreto con el fin de abrir una reserva en la selva —un área más grande que Dinamarca— para que se realice una explotación minera comercial que amenaza décadas de progreso en los temas de protección ambiental y derechos indígenas en la Amazonía. Con una superficie de cerca de 46.000 kilómetros cuadrados, la Reserva Nacional de Cobre y Asociados, o Renca, la cual se extiende por los estados norteños de Pará y Amapá, fue creación de la dictadura militar brasileña en 1984 para proteger los recursos mineros de la explotación extranjera mientras el país daba tumbos hacia la democracia.
En la actualidad, la reserva es una mezcla de áreas de conservación y tierras indígenas. Su estatus de zona protegida ha impedido la presencia del desarrollo rampante y fuera de control presente en el resto de la Amazonía, el cual ha sofocado la biodiversidad, ha destruido comunidades indígenas y ha reducido millones de hectáreas de selva a tierras de pastoreo.
Durante la última fiebre del oro que hubo en Brasil en la década de 1980, miles de yanomamis perdieron sus tierras —y sus vidas— debido a que el gobierno respaldó la invasión de “garimpeiros” (buscadores de oro), quienes llevaron enfermedades, alcohol, drogas y prostitución a las tribus. El gobierno federal está investigando la supuesta matanza de más de diez miembros de una tribu aislada que habita en la frontera con Perú. Se presume que los culpables son unos mineros que se ufanaron en un bar de haber cortado en pedazos a los muertos, entre ellos mujeres y niños, y de haberse deshecho de los restos en el río.
Como su homólogo estadounidense, Donald Trump, Temer considera que las regulaciones ambientales son mero papeleo.
Al abrir casi el 30 por ciento de la Renca para la exploración minera, el decreto establece un precedente peligroso ya que disuelve una barrera federal de muchos años que se había impuesto al desarrollo, con lo cual expone a una potencial investigación y exploración otras áreas protegidas dentro y más allá de la reserva. Randolfe Rodrigues, un senador de oposición del estado de Amapá, llamó al decreto “el ataque más grave que haya sufrido la Amazonía en 50 años”.
Durante décadas, los encargados de realizar las políticas en Brasil han concebido la selva como una fuente a futuro de minerales, madera, petróleo y riqueza agrícola, pero hay muy pocas evidencias en la historia del país que sugieran que el gobierno pueda administrar un desarrollo sustentable en la selva y la cuenca hidrográfica más grandes del planeta.
En la década de 1970, el proyecto de la carretera transamazónica construyó un camino de 4000 kilómetros de largo en la cuenca del Amazonas, con la promesa de abrir el interior inexplorado para crear asentamientos. Miles de indígenas fueron asesinados u obligados a irse, pocos colonos atendieron al llamado y generaciones después la ruta sigue siendo un camino casi sin pavimentar que conecta pequeños pueblos, los cuales tienen muy pocas oportunidades económicas.
Otro proyecto que surgió en el ocaso del régimen militar, la presa hidroeléctrica de Belo Monte, fue resucitado en este siglo como una solución para los problemas energéticos de Brasil. El megaproyecto redirigió el flujo de uno de los más grandes afluentes del Amazonas con el fin de generar energía para proyectos mineros y de desarrollos inmobiliarios, los cuales desplazaron a miles de indígenas y a otros residentes que estaban en el camino de las crecidas. Las tribus de la zona protestaron de forma enérgica durante años, pero se les tranquilizó con programas de ayuda de emergencia, los cuales fueron tan mal manejados que el fiscal federal culpó al gobierno de haber cometido “etnocidio”.
En los años posteriores al establecimiento de la Renca, rancheros de toda la Amazonía han cortado y quemado la vegetación para poder acceder a lo más profundo de la selva con impunidad. Los confines del Amazonas se han convertido en el Salvaje Oeste sudamericano, donde los terratenientes se pelean las propiedades, extorsionan a jueces y políticos con amenazas de violencia y abusan de los trabajadores, a los cuales mantienen en condiciones similares a las de la esclavitud. Con el tiempo, un poderoso grupo cabildero de rancheros, taladores, especuladores de tierras y empresas mineras ha consolidado su poder político formando un bloque central dentro del congreso —los ruralistas—, que recientemente intervino para proteger a Temer de una investigación federal en la cual se la acusaba de corrupción.
Temer está pidiendo a los brasileños que olviden esa historia y confíen en las promesas de que la explotación minera en la Renca no dañará el medioambiente ni a los indígenas, pero los registros que existen sobre los operadores de las minas en lugares como el estado de Minas Gerais no inspiran confianza. En 2015, Brasil sufrió el que se percibe como el peor desastre ambiental en su historia, cuando falló una presa de residuos de mineral de hierro en Minas Gerais, lo cual produjo la muerte de diecisiete personas y envenenó el río más importante de la región con toneladas de lodo tóxico de color anaranjado que tardará años en limpiarse.
Las iniciativas mineras a gran escala son aún más riesgosas en la Amazonía, donde los llamados “proyectos greenfield” —que empiezan desde cero— requieren de la construcción de caminos, vías ferroviarias y presas hidroeléctricas que empeoran la deforestación, contaminando suministros de agua y destruyendo las plantas y la vida animal. Según información que reunió el Instituto de Investigación Ambiental del Amazonas, una organización científica que trabaja para el desarrollo sustentable de la zona, la Renca es el hogar de una de las concentraciones más altas de mamíferos en peligro de extinción que viven en la selva.
Sin embargo, según Temer, “no es ningún paraíso”. Su gobierno ha señalado con prontitud la presencia de taladores y mineros ilegales en la reserva, quienes están “saqueando la riqueza de la nación” y contaminando los suministros de agua con mercurio. Aseveran que las operaciones legales expulsarán a los buscadores de oro, pero la historia demuestra que estos llegarán como mosquitos atraídos por la sangre de venas frescas.
La Red Eclesial Panamazónica, un grupo de miembros del clero católico en la región, dijo que el decreto era “una blasfemia de la democracia brasileña” y advirtió que habría una “mayor cantidad de conflictos por la tierra, agresiones descontroladas hacia las culturas y los estilos de vida de los indígenas y las comunidades tradicionales, con grandes exenciones fiscales, pero beneficios mínimos para la gente de la región”.
En respuesta a la indignación que provocó el decreto a nivel mundial, el gobierno de Temer intentó que este fuera más digerible, pero un juez federal suspendió la apertura de la reserva con el argumento de que la medida requiere la aprobación del congreso. Actualmente, la propuesta está abierta para que el público realice comentarios. Por desgracia, el decreto es solo uno de los muchos ataques a las regulaciones ambientales en Brasil.
Hay tres proyectos de ley que se encuentran bajo consideración, los cuales podrían abrir más de 4,5 millones de hectáreas de selvas protegidas en los siguientes ocho años. Temer ha propuesto un nuevo código de extracción minera que aleja al gobierno de la responsabilidad del monitoreo de las normas ambientales y la acerca a las mismas empresas. Otra propuesta catastrófica haría posible que se abriera toda la tierra dentro de la zona fronteriza protegida de Brasil —un territorio del tamaño de Alaska— para la inversión minera extranjera, lo cual llevaría excavadoras y nuevas olas de buscadores de oro a los refugios de algunas de las últimas tribus aisladas del mundo.
La Amazonía es una maravilla natural consagrada en la Constitución de Brasil como parte del patrimonio nacional. Su futuro es crucial para Brasil, Sudamérica y el planeta. También es una región en caos donde los gobiernos local, estatal y federal luchan para poder proporcionar salud básica y servicios sanitarios, por no hablar de regular las operaciones mineras internacionales.
Si Temer quiere estimular el desarrollo económico de la región, debería solicitar a los inversionistas extranjeros que reparen y expandan su infraestructura pública para que la Amazonía y su gente puedan vivir a la altura de su extraordinario potencial en campos como la biotecnología, la asistencia médica, así como la pesca y la agricultura sustentables. Acelerar la explotación minera en la Amazonía en 2017 solo reanimaría el ciclo de pillaje, auge y decadencia que ha plagado la selva más grande del mundo desde que los primeros saqueadores llegaron en busca de El Dorado.
Noticia Publicada en NY Times
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