Cuando la gente de Cajamarca se oponía a la apertura de un tajo en uno de sus espacios naturales, el resto del país les acusaba de ignorantes. “Estar en contra de la minería se consideraba algo provinciano, de gente inculta que no aceptaba el progreso.
Ahora se ha visto que esta actividad destroza el entorno”, dice la abogada Mirtha Vásquez frente a un vaso vacío en el Café Gijón de Madrid. Directora ejecutiva de la asociación Grufides, esta mujer nacida hace 42 años en ese departamento del norte de Perú defiende la tierra y a los activistas medioambientales que se oponen a su maltrato: “Hemos contribuido a generar cierta conciencia, pero falta mucho. El país sigue teniendo fe en este modelo económico”.
Su discurso puede sonar a ratos pesimista. Pero su determinación viene marcada por el ímpetu de su biografía y suavizada por una voz tenue. Vásquez no se anda con rodeos. Tiene callo. Su lucha comenzó cuando aún era una estudiante, en 1993, año en el que se empezó a hablar de minería en su provincia, de un millón y medio de habitantes.
Las conversaciones incluían una palabra bien jugosa: oro. Removerían el suelo para encontrar este y otros valiosos minerales. Pero, según la letrada, condenarían al pueblo a la contaminación y el éxodo. “Las comunidades de Perú se están desplazando por culpa de esta actividad y el Estado ni siquiera quiere asumirlo”, sentencia en una visita a España para participar en un seminario sobre la criminalización de los defensores de derechos humanos.
Las empresas se creen que todo se soluciona con dinero, pero la naturaleza no funciona así
“La minería genera una dinámica de encarecimiento de vida. Y aunque a la gente le parezca una oportunidad para obtener salarios mayores —que no óptimos—, en realidad hace más pobres a los pobres. La brecha es enorme: en cualquier lugar con este sector instalado ves juntas a la opulencia y la miseria”, continúa. La lucha de Vásquez ha recibido el apoyo de Máxima Acuña, una activista ganadora del premio Goldman –el ‘Nobel verde’– en 2016.
Acuña fue llevada a juicio por negarse a abandonar su vivienda, radicada dentro del perímetro del proyecto Conga, un plan de varias corporaciones mineras aprobado en 2008 que consistía en desviar agua de cuatro lagunas para irrigar tres nuevos depósitos.
La historia derivó en la destrucción del inmueble, golpizas de vecinos y responsables de seguridad de la empresa, amén de una sentencia que la condenaba a pagar una multa, a abandonar el espacio y a tres años de cárcel por “usurpación agravada de terrenos”. La Corte Suprema del Poder Judicial la absolvió de esos cargos hace unos meses.
“La conocí en 2011, cuando estaba en el ojo del huracán”, rememora Vásquez. “Entonces decidió quedarse. ‘Si nos vamos ahora’, decía, ‘no vamos a poder volver nunca”, cuenta. “Estuvieron tres días a la intemperie, aguantando. Luego se fueron a la ciudad”, evoca con rabia. La primera vez que la vio, de hecho, no la vio: “La escuchaba llorar. No se había podido lavar y no quería que nadie pasase. Le daba vergüenza”, sonríe.
La minería, lejos de ser una oportunidad para el desarrollo, es una amenaza
Entonces esta abogada decidió pasar a la acción. Le pidió todos los documentos que tuviera. Las grabaciones que había tomado su hija de agresiones verbales. Y se convirtió en su sombra. “Me parecía inaudito. La sensación de desamparo ante el poder es total. Vulneraban todos sus derechos. Y no solo la seguridad privada sino también la policía, que no hacía nada”, arranca con vehemencia. “Era frustrante ver cómo todo estaba en contra”.
Pero se demostró que Acuña no era una invasora y que teníamos la verdad de nuestro lado”, suspira, “lo importante era que se visibilizara, que se diera una pedrada a este atropello, pero su familia no se ha quedado tranquila”.
David contra Goliat, apodaron la batalla de Acuña. “Ganó el débil”, afirma ahora Vásquez. Se les devolvió la dignidad y algo de orgullo, pero no se desvaneció el temor. “Las reacciones fueron positivas. Se convenció de algo importante, pero provocó nuevas amenazas. El desgaste emocional fue tremendo”, asiente la jurista, que cree que el galardón medioambiental ha dado valor mundial a su pelea, pero le ha traído muchos problemas en Cajamarca. Hay, señala, una “tensa calma”: “Causaron un quiebre en la sociedad y en las familias, y no hay que olvidar que ya van cinco indígenas muertos y 303 personas procesadas”.
“Todas las zonas están terribles. Hay abiertas unas 60 denuncias a empresas mineras. Y existe una criminalización muy fuerte hacia quien se posiciona a favor del medio ambiente. Los campesinos están indefensos”, continúa la abogada, que vuelve al inicio y rememora cómo Cajamarca era una región de agricultura y ganadería y ahora se está malogrando por estas actividades invasivas.
En este punto, entre miradas puntuales al Paseo de Recoletos y con la cuenta ya pagada, surgen otros nombres como el de Berta Cáceres. A ella le costó la vida ponerse en el bando de los recursos naturales, igual que a otros 281 activistas en 2016.
Vásquez denuncia que ni los expresidentes de Perú Ollanta Humala o Alan García ni el mandatario actual, Pedro Pablo Kuczynski, han puesto remedio. “Tiende a culpabilizar a la población y no a las empresas”, anota.
Estas, cree Vásquez, piensan que “todo se arregla con plata” y que, por tanto, jamás van a ponerles traba si van con dinero por delante. “El riesgo es que las tensiones se hagan mayores. La lucha es no es una cuestión de oposición al progreso sino a la contaminación: en Cajamarca el agua está infectada y se ven niveles anormales de plomo o mercurio en sangre”, arguye.
Y vuelve a la supuesta ignorancia de que les tachaban: “La ley no es justicia. Para mí, el Derecho es algo emocional o social”, zanja alguien cuyo posicionamiento le lanzó a la popularidad de la mano de Máxima Acuña y ahora la mueve a Lima. “Ya he pagado mi precio: en enero nos llevamos mi marido y yo a nuestros dos hijos a la capital, para que no soporten lo que soportamos nosotros”.
Noticia Publicada en El País
Ver enlace original: Criticar la minería se veía como algo de ignorantes contrarios al desarrollo